Cuarto de huéspedes
El auto
Escribe Virginia Aguirre

 


Me senté en mi auto con una rara sensación: como si fuese la primera vez que lo hacía. Obviamente , no era la primera vez. Manejo desde los diez años y tampoco en este auto que me acompaña como un fiel amigo desde hace un montón de tiempo.

Me senté, y tomé el volante. Respiré hondo, con orgullo. ¡Qué fierrazo! Sigo sin creer, que yo pudiese tener un auto así.
Definitivamente me quiero morir con él. Que nadie me venga con "vendelo", "comprate algo más chico" o "no tiene sentido tenerlo ahí, sin usar". No me importa. Es mío. Es la máxima aspiración que un hombre simple y trabajador como yo puede tener. ¡Me rompí el alma para pagarlo! Y me la volvería a romper. Él lo vale.

Cuando me senté en él, en la agencia donde lo compré, tuve el raro sentimiento que habíamos nacido el uno para el otro. Que había química. Como cuando te enamorás: se te dilatan las pupilas cuando lo ves, allí, estacionadito, juicioso, fiel, hermoso. Incapaz de contradecirte, de empacarse, de molestarse. Él está a tu servicio.

Dije que es hermoso. Y verdaderamente lo es: deportivo, canchero, moderno, pero con sobriedad, con cierta formalidad. Casi parecido a mí. Porque yo soy así. A pesar de mi edad madura, tengo un espíritu jovial, casi adolescente. Y el "azul tahití", definitivamente me sienta de maravillas. Le da a él y a mí un toque de distinción que en el barrio se nota.

Lo puse en marcha y corcoveó un poco. Debe ser por falta de uso. Lo dejé calentar (como haciéndole unos mimos), olí profundamente ese maravilloso perfume de lavadero de autos pero que a mi auto, le de un brillo particular e indescriptible.

A modo de rutina, le pasé la franela por la consola, como si estuviera acariciando a la mujer amada. ¡Hasta piel suave tiene el desgraciado! Tomé la palanca de cambio para sacarlo de "punto muerto", puse primera y arranqué. Es maravillosa la extraña sensación de libertad que un hombre experimenta en momentos como éste.

Los muchachos del barrio me saludan victoriosamente, cuando me ven dando la vuelta manzana. Mis amigos de toda la vida me sonríen melancólicamente.

Luego de dar un par de vueltas por los lugares conocidos para que no se arruine el maquinón, otra vez lo espera el garage. Mi ex esposa me mira con una sádica indulgencia. Sabe perfectamente que el auto es una prolongación del cuerpo del hombre, y sabe, que mi auto está incrustado en mi carne. Pero sabe aún más: que mi carácter culposo y nostalgioso no dejaría nunca que a mi familia le faltara algo, aunque mas no sea , un adorno inservible (ella no sabe manejar).

Y bueno... después de todo, no es más que un montón de lata pintada de azul tahití