Cuarto de huéspedes
El cachorro
Escribe Virginia Aguirre

 


El frío y la neblina de la mañana de junio no dejaban ver el camino. Atravesar el parque era una verdadera hazaña que debía hacer a diario. El trayecto, por momentos, tenía una mínima elevación que permitía apenas algo de visibilidad. El pasto tenía los despojos de una escarcha que azotó durarte la noche y los árboles desnudos, no servían de refugio para ningún nido.
Cuando me faltaban unos kilómetros para llegar a la curva, me sobresaltó algo raro en la ruta. Aminoré la marcha del auto para ver de qué se trataba. Para mi asombro, una caja tenía movimiento y estaba atravesando el camino. Me detuve y fui a curiosear. Entre la sorpresa y la ternura, cuatro ojitos pequeños me miraron. Eran dos cachorritos de perro que sin dudas habían sido abandonados por alguien desalmado. No lo dudé. Los levanté y con la misma caja, los acomodé en el asiento trasero.
Me impresionó el estado calamitoso de sus pequeños cuerpos; a cualquiera les hubiese dado asco. A mi no. Soy un hombre muy sensible y los perros me conmueven.
Cuando los llevé a mi casa, y los saqué de la caja comenzaron a corretear por el patio con mucha dificultad. Eran dos esqueletos forrados en piel aterciopelada, algo raída por la incipiente sarna que acechaba. Uno de ellos estaba ciego. Sin duda se había lastimado con alguna rama.
Los llevé a lo de la veterinaria que vació mis bolsillos con un montón de cremas, pomadas, pastillas, jarabes, además de las inyecciones que semana a semana le aplicaba. Vitaminas, proteínas, calcio, hierro y...comida, mucha comida. Eran dos desesperados a la hora de comer. A un solo movimiento o sonido de utensilios, empezaban a mover la cola y a relamerse el hocico con la lengua.
Los llamé "Hilacha" y "Piltrafa".
En dos meses empezaron a tener forma de perros. Sus patas ya no eran dos caños de agua, para parecerse a patitas de cachorro. A Hilacha, pronto me lo pidieron. Era color té con leche y a pesar de la ceguera de un ojo, era más fuerte y con un porte más importante. No supe ni quise saber nada sobre su suerte.
Me quedé con Piltrafa, que pronto se convirtió en un compañero inseparable de convivencia. Éramos dos machos solitarios compartiendo los almuerzos y algunas cenas y pasaba algunas tardes enseñándole cómo atrapar la pelota.
Era increíble la habilidad con que aprendía. Y también era extraño el magnetismo que ejercía sobre mí. El perro llegó a mi vida quince días más tarde de la muerte de mi madre. Con ella había vivido todos y cada uno de mis sesenta años y la nostalgia y el vacío difícilmente se me pase alguna vez. Sin embargo, pasaba muchas horas frente a su tumba, charlando con ella (no solía contarle muchas cosas cuando vivía) y adornando el lugar con flores que jamás le llevé cuando vivía. Al llegar a casa él me estaba esperando alborotado y ansioso, hacía que esa tristeza se me pasara pronto.

Era un perro muy inteligente. Mi tono de voz le alcanzaba para recibir una orden. Iba y venía con una pelotita y la dejaba a mis pies, esperando que yo la tomara y la volviera a arrojar. Cuando decía "¡ a comer!", comenzaba a dar saltos alrededor de mi, lamiéndose el hocico.
Lo que más me impresionaban eran sus ojos negros. No me los quitaba de encima. Sólo me miraba todo el tiempo con esa mirada penetrante.

Él entendía lo que me pasaba. Él sabía lo que estaba pensando, lo que sentía. Su perfil, era perfecto. Un hocico respingado y cortito, casi gracioso. Tan lindo que me recordaba el perfil de mi mujer y como mi mujer, él estaba pendiente de mí todo el tiempo. Me seguía a todos los rincones de la casa con todo su cuerpo, con sus ojos y esa mirada negra con alma blanca.
Se ponía inquieto cuando alguien me visitaba y no le gustaba nada quedarse solo. A veces lo llevaba a jugar con mis nietos y quedaba agotado de cansancio. Me hacía reír tanto con sus ocurrencias y las "fiestas" que hacía, que muchas veces pensé que no fui yo quién lo encontró. Fue él quién me encontró a mí y me devolvió ese niño dormido por tantos años de responsabilidades. Me devolvió esas ganas de reír a carcajadas y correr como un boludo atrás de una pelota de tenis gastada o de revolcarme en el piso para esperar que me muerda despacito.

Cuando cumplió los seis meses había abandonado la desesperación por la comida. Tal vez, porque estaba seguro de que iba a comer. Y por supuesto, se había convertido irremediablemente en un cachorro.
Cada vez que la puerta de la calle se abría, allí iba él en busca de la aventura. Le bastaban veinte o treinta metros de vereda y mis gritos desesperados para sentirse satisfecho. A la entrada lo esperaba una paliza que le propinaba para que no vuelva a repetir la hazaña.
También se tomó la mala costumbre de romper las plantas que tan cuidadas las tenía. ¿Cómo él no podía adivinar que la jardinería era mi hobby? Yo amo las plantas y dedico mucho tiempo a injertar brotes, a cambiar de macetas, a puntear la tierra para decorar con plantines de estación. Y él, con todo su atropello e inconciencia, mordía, saltaba, pisaba, arrancaba, rompía, deshojaba, deshilachaba, comía, pillaba impunemente todo lo que encontraba en su atolondrado paso infantil.
Tenía que encontrar una rápida solución. Tenía que encontrar a alguien que quisiera adoptar a un perrito tierno. A cada cliente, le ofrecía el perro. Para ello debía tratar de convencerlos hablando de lo lindo que era, lo inteligente, lo simpático, lo guardián, lo buen compañero... Y por fin alguien accedió.
Esa misma noche lo vendrían a buscar. En un principio me dio tanta lástima por él que le dediqué los últimos minutos jugando a la pelota. Cuando se fue, apoyó su hocico en la ventanilla del auto y me clavó sus ojos (quizá agradeciéndome todo lo que había hecho por él).
Cuando entré al patio, todo estaba tan solo como en un principio. Tan solo como mi corazón de poca paciencia y mucha exigencia.
Y bueno... era un hermoso perrito. Pero después de todo, sólo un perro.