Cuarto de huéspedes
Bicicleteando por City Bell
Escribe Olga Edith Romero

Pasaba por allí, respiraba hondo y su fragancia me inundaba.

Todas las tardes del mes de enero salí a pasear en bici por nuestro pueblo y de paso a visitar las casas de mis hijos. Mi recorrido era siempre el mismo, la calle Pellegrini (474) hasta llegar a la diagonal 9 de julio (diag. 93) y luego cruzar las vías hacia el Savoia.

A la vuelta variaba un poco ¡pero ese recorrido me gustaba mucho! Así fue que en la segunda quincena de ese mes reparé que en la antigua casa que fue de Acebal, una de las casonas fundacionales y que actualmente se halla flanqueada por dos inmensas construcciones que nada tienen que ver con ella, tronchaban la hermosa araucaria que posiblemente tuviera la edad del pueblo, ya que era gigante.

Cuántos pájaros sin nidos y qué pena enorme ver esa gigante vencida en el suelo. Y después dicen que los árboles mueren de pie... ¡eso, es si los dejan!

Seguramente quien la plantó allí pensó que era el mejor lugar para que creciera como planté yo mi fresno, imaginando su sombra y su protección en los días de sol veraniego.

Un día aparecieron todos los troncos esparcidos y agrupados por tamaño: largos por un lado, anchos y cortos por otro, ramas pequeñas tiradas como por un vendaval en cualquier parte.

Otro día ya estaban en un gran contenedor y luego desaparecieron.

Nada había allí que indicara que en ese lugar hubiera crecido una araucaria. Creí ver tallada o algo así una especie de final del tronco parecido a los dibujos de los chicos cuando hacen un mástil de bandera con un pie. No quise mirar más.

Desapareció la araucaria pero su aroma seguía inundando el lugar. Ese perfume fuerte a pino dulce cortado.

Pasaba por allí, respiraba hondo y su fragancia me inundaba. Era real, no imaginaria.

El tiempo transcurría y su presencia se hacía sentir aunque ya no estaba. Era una figura que trascendía, sabe Dios desde qué cielo de árboles sin raíces.

Pasó una larga semana, tal vez dos, todo había desaparecido. No quedaba un solo vestigio de nada. Y poco a poco su perfume se fue diluyendo o atenuando.

Un día pasé y su perfume extinguido me hizo derramar unas lágrimas o tal vez sólo lo hice de llorona que soy y me puse a pensar cuánto hace la mano del hombre y en nombre de qué. ¿De la prosperidad, del crecimiento del pueblo, del urbanismo, del bienestar?

Todos los que vivimos en City Bell somos partidarios de la naturaleza o eso creo. Por eso vinimos a este lugar poblado de árboles y plantas de distintas especies y cada uno con sus flores, frutos y habitantes alados y ruidosos.

Entonces, por qué destruir cercos para hacer paredes y talar árboles para construir edificios monstruosos en los lugares donde se asientan nuestras casas fundacionales (porque son un poco de todos, como los viejos vecinos).

Creo que los citybellinos estamos orgullosos de vivir en este pueblo verde que en otra época era buscado por su aire diáfano y sanador.


¡Que no vengan otros a quitarnos la maravilla de este paisaje que no necesita descripción!