La habitué

La vieja
E

E scribe Gabriela Bellettini, especial para Citybellinos.


Sus gimoteos sólo se detenían cuando la cara del interlocutor mostraba cierto fastidio.
Ese era el momento, según ella, de cambiar sollozos por alabanzas hacia su persona.


En los dos últimos años y monedas, las cuestiones laborales me han deparado varias sorpresas y, con ellas, varios cambios de oficina.
Después de más de veinte años de trabajo en un mismo lugar, el aburrimiento sembró la ponzoñosa semilla del disgusto en mi cabeza y no tuve más remedio que pedir un cambio.
Sin embargo, como la ley del dominó lo implica, esa pieza que se cayó sobre otra trajo aparejados más cambios que, con cierta contrariedad, tuve que aceptar.

A esta edad no es fácil adaptarse a las mudanzas físicas e intelectuales. Tanto tiempo enfrascada en una tarea no permite una transformación inmediata.


Muchas veces me encontré sentada frente a mi computadora, en un modesto escritorio,
rodeada de gente y con las yemas de los dedos sobre el teclado pero recluida en mis
elucubraciones.
Muchas otras me permití alejarme del grupo como si hubiera muerto y me elevara hasta
vaya uno saber dónde y logré observar a cada uno como si no lo conociera.
Así descubrí la variada fauna y flora de la administración pública.
Escuché un sinfín de sesiones de psicoanálisis amateurs, infinitas críticas cinematográficas, interminables comentarios de fútbol, detallados resúmenes del último capítulo de la novela, reproducciones exactas de los programas de chimentos de la tarde y ajustadísimos comentarios sobre las noticias de la última hora.
No me puedo saltear los análisis de la política del gobierno de turno ni las fundadas
condenas a los criminales del momento.
Todo este devenir de ideas fluyendo sobre un mar de pesimismo absoluto que sólo
permitía otear una luz de esperanza en la solución que cada uno proponía sobre el tema
en cuestión; solución que, obviamente, no coincidía en nada con la ideada por el resto.
Las discusiones y planteos sobrevenían entre mates, facturas y bizcochos, con una radio
o un televisor de fondo.
Expedientes y causas como posa pavas, hojas A4 como improvisadas servilletas y algún
protector de pantalla esperando un descanso eran algunos de los elementos infaltables en
esa escenografía.
Este espectáculo no debe resultar ajeno a ninguno de los que alguna vez transitaron por
un escenario similar o, incluso, se vieron obligados y condenados a realizar un trámite en
la administración pública.
De todos los personajes que tuve el gusto de tratar Ana –vamos a llamarla así– es el más
caricaturesco; una mujer de 48 años a quien todos llamaban “la Vieja”.
Cuando comencé a trabajar con ella no entendía ese apodo. Sin embargo, con el correr
de unas pocas semanas descubrí el origen del mote.
No se trataba de su aspecto físico que, muy por el contrario, era ridículamente juvenil. El
sobrenombre obedecía a las quejas constantes que Ana recitaba desde minutos antes
de las ocho de la mañana hasta las ocho de la noche, hora en la que quedaba sola en la
oficina pero en la que seguramente no dejaba de rezar ese rosario de lamentos que tan
bien conocía.
Su descontento pasaba por las horas que, según ella, se veía obligada a trabajar. No eran
tantas. No eran más de las que la ley indicaba. Pero Ana no soportaba que alguna que
otra compañera –por lo general más joven– no cumpliera a rajatabla el horario.
A partir de ahí otras protestas se amontonaban en su escritorio: la falta de limpieza, el
frío y el calor que pasaba según la época del año, el humo de algún cigarrillo fumado a
escondidas, la empinada escalera de ingreso, el teléfono y el Nextel que se empeñaban
en sonar juntos, las bromas de los demás, el ruido o el silencio que se turnaban durante el
día, los “maltratos” a los que la sometía el resto de los empleados, los bajos sueldos y la
escasez de horas extras…
Pero su mayor queja se basaba en que no tenía un fin de semana libre. Trabajaba día
por medio y ese turno laboral incluía, indefectiblemente, algún sábado o domingo a la
semana.
Por lo bajo ya había confesado que esos días dormía la siesta, recibía la visita de toda
su familia para almorzar o se escapaba en las tardes de verano al parque Saavedra para
disfrutar de varias horas con sus hijos menores.
Religiosamente se escapaba todos los mediodías en busca del almuerzo que su esposo,
un hombre mayor que ella y jubilado, le preparaba.
Con el tibio envase plástico entre sus manos regresaba a la oficina y almorzaba sola junto
al teléfono mientras los demás lo hacíamos en el comedor.
Cuentan las malas lenguas que en varias oportunidades, Ana se había ido del trabajo
porque hacía calor y necesitaba una ducha o porque quería tomarse la presión en
una farmacia muy alejada. Cuando regresaba no escuchaba reclamos ni contestaba
preguntas.
Pero nada la conformaba.
Como un pájaro carpintero taladraba la cabeza de los ocasionales jefes con sus lamentos.
Sus gimoteos sólo se detenían cuando la cara del interlocutor mostraba cierto fastidio.
Ese era el momento, según ella, de cambiar sollozos por alabanzas hacia su persona.
Como se suele decir, Ana “no tenía abuela”. Enrostraba sus casi 25 años de antigüedad y
su impecable desempeño a cada instante y, como no hay mejor forma de destacarse que
la comparación, también “atendía” a sus compañeros.
Ana había figurado en todas las listas de traslado de personal pero aún conservaba su
puesto. Nadie la había aceptado. Quizás por el espíritu un tanto discriminador de algunos
jefes que no querían contar entre sus empleados con mujeres de cierta edad. Pero en los
pasillos se comentaba que nadie soportaba compartir su trabajo con ella.
Sus demandas habían echado por tierra sus encantos físicos. A pesar de su esfuerzo por
parecer cada vez más joven, los hombres solían escapar de ella. Alguno llegó a confesar
que prefería pasar la tarde con su mujer.

Tanto insistió con su descontento que uno de los jefes, a quien se conocía como “el ruso”,
decidió aliviar sus penurias. A pesar de la resistencia de los demás, instituyó el fin de
semana libre para Ana. Una vez por mes, la veterana empleada gozaría de dos días libres
para disfrutar de su familia. Para eso, sus compañeros tendrían que cubrir su puesto el
segundo fin de semana de cada mes.
“La vieja” aceptó gustosa, pero el segundo mes reclamó un cambio de fechas para que su
feriado se amoldase a las actividades que tenía planeadas para su descanso.
Lógicamente, Ana pasó a engrosar, otra vez, el listado de empleados en busca de un
destino y mejor suerte.

Ana llegaba a las 7,45. Tomaba unos mates. Pocos. Volvía a tomar algunos pasadas las
cuatro de la tarde. A las seis, los demás comenzaban a irse. Poco a poco, con la tarde
cada vez más oscura, se iba quedando sola. Y se quejaba.