La habitué

Composición tema: La casa

Escribe Gabriela Bellettini, especial para Citybellinos.


Imposible olvidarme de la sensación que viví al entrar esa tarde con la escritura en la mano en ese diminuto espacio en el mundo pero que era el mundo para mí.



Una mañana, en el trabajo, una compañera de unos veintitantos años que estudia arquitectura me pidió un favor. Casi con vergüenza me dijo que necesitaba escribir un texto acerca de lo que para ella significaba "su casa" y que había pensado en mí para ayudarla a sortear esa tarea.
Esto fue lo que le escribí:

"Mi casa es un espacio en el planeta, en el país y en la localidad en la que vivo. Es una suma de metros cuadrados que puedo sentir propios. Es un conjunto de materiales naturales y artificiales que delimita un espacio.
Pero es más que eso.
Es un lugar de llegada y de partida, es el límite propio a lo que queda afuera. Es una puerta que se cierra cuando yo lo decido y, a la vez, una puerta que se abre cada vez que quiero.
Es el lugar de unión y también de soledad.
Es pertenencia, es el lugar indicado, es el lugar que se extraña cuando se está lejos.
Es un lugar de encuentro con familia y con amigos.
Es el hogar, un refugio, una extensión de lo que soy y de lo que quiero.
Es una cocina y una cama, una mesa y una lámpara, es calor y sombra.
Es un lugar de cultivo en el que nace todo lo demás.
Es aceptación y disenso donde no importan los errores.
Es un lugar seguro y es fuente de energía."

No fui justa. No me animé a exponer hasta mi último pensamiento porque el trabajo era de ella y no mío.
Me faltó contar muchas cosas.
Recuerdo esa primera vez en la que entré a lo que sería mi primera casa. Marcelo y yo ya pensábamos en casarnos y necesitábamos un lugar para vivir.
Una tarde de domingo pasamos por lo de mi abuelo Marino. El viejo, sentado en la cocina, escuchó los detalles de cada una de las visitas que habíamos realizado a departamentos de La Plata y, como un comentario dicho al pasar, nos preguntó si nos interesaba la casa de la abuela Pepa.

En realidad me hablaba de mi bisabuela Josefa, su madre, quien había muerto unos años atrás y cuya casa había sido alquilada durante un tiempo hasta que un pastor la convirtió en un lugar casi inhabitable.
Con su mano manchada por los años, Marino nos dio la llave de esa puerta oxidada de la calle Cantilo.
Fue como si ese primer paso dado dentro del largo pasillo descubierto hubiera sido el único y definitivo. Sin querer, conquistamos lo que sería por mucho tiempo nuestro lugar en el mundo.
Un par de meses más tarde volvimos pero ya como propietarios de esos pocos metros cuadrados, de esas paredes despintadas y de esas tejas sucias.
Imposible olvidarme de la sensación que viví al entrar esa tarde con la escritura en la mano en ese diminuto espacio en el mundo pero que era el mundo para mí.
Nos llevó mucho tiempo darle nuestra forma a ese hogar pero en cada detalle le pusimos el alma.
Después vino Sófocles, nuestro primer perro, y los chicos, una pequeña ampliación y después otra.

Cuando Francisco nació, una noche en la que cenábamos en lo de mis viejos, mi papá me preguntó: "Te imaginás si una madrugada te despertás y encontrás a la abuela Pepa mirando al bebé?" No, nunca me lo había imaginado hasta ese momento, pero fue suficiente que lo mencionara para que yo no dejara de pensarlo. No lo pensaba con miedo, sino como una cosa lógica y natural. En esa casa habían vivido mis bisabuelos, mis abuelos y ahora yo. Muchas veces fuimos de visita y nos sentamos en el mínimo comedor. En una de las paredes, junto a la puerta de la cocina, por años estuvo colgado un retrato mío de cuando apenas podía sentarme sola. Muchas veces había estado corriendo por el pequeño patio y pateado toronjas en el fondo. Muchas más me asomé todo lo que mi altura permitía en esa pileta de material vacía. Otras tantas la contemplé a Pepa enhebrando collares con las viejas perlas que su juventud de joyera le había dejado.

Y la bisabuela murió ahí nomás, apenas cruzando la calle, en lo que entonces era la Clínica de Cantilo y 7. Entonces, no hubiera sido tan extraño que se pegara una vuelta.
Con ella hubiera traído ese olor tan particular que tienen las casas viejas, una extraña mezcla de ropa, comida y plantas.

Seguramente hubiera mirado las ventanas abiertas, preguntado por qué ya no están los azulejos de vidrio verdes del baño, buscado el ciruelo… Pero estoy segura de que hubiera aprobado nuestra presencia, sonreído con nuestra vida y contemplado los primeros pasos de mis hijos por ese corto y oscuro pasillo.
Cuando hoy pasamos por el frente, no resistimos la tentación y le echamos una ojeada a la puerta con la esperanza de que, aunque sea milagrosamente, se abra y podamos espiar unos segundos hacia donde está nuestro más feliz comienzo.


Los abuelos Marino y Minah
en su casa de la calle Cantilo.