La habitué

Amor autista

Escribe Gabriela Bellettini, especial para Citybellinos.


¿Se puede extrañar lo que nunca se tuvo?
¿Puedo decir que algo me hizo falta si no sé muy bien qué es?



Sé que voy a escribir y voy a llorar como un bebé. Se me van a hinchar los ojos, se me va a tapar la nariz, se van a paspar los labios, la voz se va a opacar un poco más de lo de costumbre y no voy a poder pronunciar ni una palabra.
Porque debe ser que Agus tiene razón; en algún momento tiene que salir y es mejor que salga ahora, en familia, con ella.
Y debe ser así, porque es así como sale, es ahí donde surge. Sin querer, pero desde hace mucho, me hago la misma pregunta: ¿se puede extrañar lo que nunca se tuvo? ¿Puedo decir que algo me hizo falta si no sé muy bien qué es? ¿Puedo ser algo sin haberlo visto nunca?

Es así; te lo expliqué esa nochecita, Agus. Nos habíamos quedado solas y yo había estado pensando en eso. Había llorado pero no se notaba.
Estabas en el baño y empecé la confesión. Me arrepentí y me fui. Me gritaste y volví. Te lo conté. Me miraste y, creo, me entendiste. Me viste arrancar cuatro hojas del rollo de cocina hasta que tu papá y tu hermano llegaron.
Rápido, de manera entrecortada, húmeda y mocosa te lo conté.

Hace muchos años, unos 31 diría yo, conocí a un chico de mi edad. Se llamaba Pablo, era fisiculturista y coincidimos en el mismo hotel durante nuestro viaje de egresados a Bariloche.
Pablo era de Moreno cuando Moreno quedaba muy lejos de City Bell. No porque las ciudades se hubieran acercado con los años sino porque era muy difícil trasladarse desde un lugar a otro cuando apenas había trenes y micros y los autos eran naves espaciales desconocidas para los adolescentes de los primeros años de la década del 80.
Una noche Pablo llego a City Bell y, como buena anfitriona, lo obligué a tomar otro colectivo hasta La Plata. Desde calle 11 y 17 hasta 51 y 8, un viaje de miradas, mucha timidez y mucha más vergüenza.
El regreso fue rápido tal como lo exigían las normas hogareñas.
En casa compartimos, creo, un café y una charla muy larga.
Vaya uno a saber cuál fue el motivo por el que abrí la puerta del comedor grande y la encontré. Sobre el brazo de un sillón, dormitando y haciendo equilibrio, muy cerca de la puerta, escuchando.
Debo reconocerlo: me enojé, me enojé mucho. No dije nada, no me quejé, no le recriminé nada pero me enojé. Me pareció, en ese entonces, una falta de confianza terrible y una falta de respeto.
No importa cómo terminó la historia de amor. Los que me conocen sabrán que no pasó de esa y, a lo sumo, otra visita.
Lo que sí importa es el final de esa otra historia de amor: la de la adolescente y esa persona que se desvelaba cuidándola.
Con los años me di cuenta. Hay una inconmensurable diferencia entre cuidar y acompañar, entre querer y amar.

Me cuidó, pero nunca me pregunto qué sentía, nunca me secó las lágrimas, nunca me dio un abrazo cuando no llegaron más cartas de Moreno, nunca me peguntó qué es lo que yo quería de verdad, nunca me escuchó.
Cumplió con su deber y debo agradecérselo. Puede ser que haya estado muy sola, que no haya sabido qué hacer, que las obligaciones y las presiones la superaran. Puede ser.
Ejemplos nunca le faltaron; sus padres fueron amorosos y acompañaron sus pasos siempre. Entonces, ¿qué fue lo que no le permitió hacer un poco más, estar un poco más cerca?


Me quiso y me quiere, nunca lo dudé. Pero amar es más que eso.
El amor no es autista. El amor intuye y toma de la mano; a veces habla y otras sólo se queda en silencio. El amor no duda en interponerse entre el ser amado y lo que sea; ataja las piedras, las balas, los penales.

Yo te voy a acompañar y a amar. Lo juro.