Poligrafías
Invierno mágico


Como el verano, el invierno tiene su tiempo si no de receso, al menos de reflexión y búsqueda interior. Entre lunas y escarchas, entre leños y enamoramientos, transcurren sus semanas vacacionales para no desperdiciar. Y de yapa, el recuerdo de la nevada.


Uno no sabe muy bien si las vacaciones de invierno sirven para evocar con nostalgia las del verano pasado o nos hacen tomar conciencia de todo lo que falta aún para el próximo estío. Como quiera que sea, bendita sea esta quincena invernal, aunque no viajemos más allá de los límites del barrio.

Amén del clima y el termómetro, de su brevedad y fugacidad, las vacaciones de invierno son muy otras que las de verano. No tienen el color vivo de la vida al aire libre, del agua toda de pileta y de mar y las trasnochadas de cielo estrellado. Tienen más bien el sabor de una chocolatada y el calor de unos leños ardiendo con lentitud en la estufa o la salamandra. Y si , como el año pasado, vienen prologadas por una nevada no vista en las últimas nueve décadas, cuánto mejor.
Son unos cuantos días en los que cines y bares se llenan de chicos y jóvenes al tiempo que los padres encuentran -como nunca lo logran en el resto del año- alguna tarde para dedicar a los más pequeños de la familia que son, junto con la "vieja", lo más grande que hay.

Cupido no falla.
Julio puede ser también el mes de las confidencias, de los amores declarados no por el despertar de la química primaveral sino por el clima intimista de una Coca compartida tras los vidrios empañados de un bar. O por la rienda libre de un viaje de egresados sea adonde sea.

Las noches de invierno tienen lo suyo también cuando el viento se llama a reposo y en el cielo lustroso se desparrama una luna llena, toda de escarcha y emoción. Cuando el gato se hace madeja junto a la reja del jardín y a ojos cerrados sus orejas delatan el mínimo movimiento que se congela en el aire. Entonces sabemos que mañana habrá helada. Que las plazas en City Bell parecerán nevadas y en Los Porteños más de un "alguien" volverá a encender fuego junto a sus cultivos mucho antes del amanecer para que el frío no se los queme.

Invierno tiene ese olor a naftalina de sobretodos y tapados, y esa bufanda que alimentó a las polillas durante el último verano. Sabañones en las orejas y en los pies, pese a esas medias de lana que la abuela tejió tan gruesas que piden usar zapatos dos números más grandes. Y el recurso eterno de salir a la calle con el piyama debajo de la ropa, que total quién se va a dar cuenta.

Confesiones de invierno.
Vacaciones de invierno también es viajar. Pasar una noche en una cuesta catamarqueña y dormirse embolsado hasta la nariz con la complicidad de aquella misma luna redonda y sigilosa detrás de la ventana. O cuerpearle mate en mano a los grados bajo cero para ver pasar los autos de un rally en un amanecer cordobés.

Inviernos eran los de antes, suele oírse, pero uno tiene la sensación de que hace tiempo que no quemaba tanta leña como este año para mantener viva la salamandra. Hace tiempo que renunció a la antipatía del kerosén y el ritual de rellenar la Flamex antes de que se apague. Y ni hablar de las estufas a presión, aquellas que había que encender con alcohol de quemar y darles bomba cada vez que la llama perdía su azul y se volvía amarillo humeante. Por eso, como ya es historia el sufrimiento por el tubo de gas que no dura nada y encuentra cierto romanticismo en el fuego de leña, hoy combina ambas técnicas para que su casa sea cálida y acogedora.

Maravillosos inviernos aquellos, en los que estar de vacaciones era jugar con barquitos de papel en la zanja de la calle 13. O ponerse el "rompevientos" y los Sacachispas para ir a patear al campito de Cantilo y 22 para después juntarse todos en la casa de alguno a ver Piluso o Batman y Robin. Y era conseguirse un palo bien largo para romper la gruesa escarcha que se había instalado en el fondo de la pileta con diez centímetros de agua de las últimas lluvias, era jugar a que fumábamos sacando "humito" por la boca, aunque también ponerse el maldito pasamontañas siempre gris o siempre azul.

La última nieve
El 9 de julio del año pasado, el almuerzo en casa de amigos se extendía en larga sobremesa mientras la llovizna tímida, casi pulverizada y rala, advertía que la tarde sería especial para chocolate con churros, como para calentar el ambiente. y fue apenas un cachito así.

Agustina anunció que estaba nevando y nadie le hizo caso, si mirá que va a caer nieve justo acá, que no nieva desde 1918.
Pero la cosa iba en serio. Lo que se desprendía del velo gris del cielo no era simplemente agua y, además, estaba particularmente frío. Tampoco era aguanieve, ni nevizca, ni copos de telgopor. Y para uno que nunca había visto nevar, y menos aún en la puerta de su casa, el hecho era algo novedoso.

Recalentamiento invernal

Pasado el primer impulso de vestirse de Papá Noel y salir por las calles (el físico le ayuda mucho), el cronista partió -sin trineo- a recorrer City Bell. Hacía mucho que no sentía una emoción parecida, consciente de ser testigo de un hecho cuyo precedente más cercano databa de casi noventa años. Y si, como escuchó por ahí, el frío inusitado para estas latitudes es el paradójico fruto del calentamiento global, supo que ese patriótico 9 de julio se estaba inscribiendo en las efemérides como una prueba palpable de que la naturaleza está con nana, y no es broma.

A las cinco de la tarde la nieve aún no era tanta como para acumularse sobre los bustos de Belgrano y San Martín en las plazas respectivas que los honran; algo podía verse en la estatua decapitada de Almafuerte, detrás de la estación ferroviaria, donde la tierra oscura removida del parque aledaño hacía un contraste perfecto con el blanco de los cristales helados que caían con lentitud. En el andén, amuchados en el banco debajo del alero, tres jóvenes con el cuello de sus camperas subidos hasta más allá de la nariz, buscaban abrigo a la espera del tren con destino a La Plata. Un par de autos estacionados del lado del camino del Centenario daban cuenta de una capa de nieve sobre su techo y sus vidrios, como una contribución a esta postal pueblerina que nos llena de curiosidad.

El infaltable
En las plazas algunos pocos grupos de chicos y familias enteras, trataban inútilmente de amontonar materia prima para construir el tradicional muñeco. Un par de horas después, cuando la precipitación se hizo más intensa, los resultados eran mucho mejores: en la esquina de 9 y diagonal Urquiza el monigote con nariz de zanahoria alcanzaba un metro de altura y lucía la bufanda de uno de sus escultores. Cuando el cronista apuntó con su cámara, le dijeron que ya era el cholulo número dieciséis.
En algunas calles el jolgorio semejaba un festejo futbolero: gritos, bocinas, risas y cantos. "Las nieves del tiempo platearon mi sien", cantaba Gardel, pero evidentemente no se refería a ésta. En una casa de la calle Rivadavia, tres mujeres asomadas a la puerta de calle contemplaban un espectáculo único en sus vidas. La mayor de ellas aseguraba sobre sus hombros una pañoleta tejida, mientras abrigaba sus pies con pantuflas rosadas. Si nos hubiésemos detenido a escuchar sus comentarios, ninguno escaparía a la admiración y la sorpresa.


Un frío silencio

Por lo demás, detenerse a contemplar la nevada en toda su dimensión implicaba descubrir su silencioso caer: no crepita como la lluvia, no tintinea como las gotas sobre los techos de chapa, no salpica con chasquidos al pegar contra vidrios y baldosas.

La plaza San Martín resultó la más iluminada del pueblo, detalle que, sumado a lo escaso de la forestación, congregó a un buen número de vecinos que jugaban en la nieve ya abundante, como turistas o personajes de películas en la navidad neoyorquina. Más de diez autos se habían detenido en la calle circundante, y sus ocupantes mayormente participaban de la guerra de bombazos congelados. Los teléfonos celulares y las cámaras fotográficas disparaban sus flashes aquí y allá. El pueblo era una fiesta y había que guardarla de recuerdo.

El día después
En la mañana del martes 10 se había acabado la nevada y, con ella, el feriado. La comarca amaneció desacostumbradamente cubierta por un mantel blanco y radiante. Muchos autos, con evidencia de haber dormido afuera, circulaban con apenas sus vidrios despejados de la gélida blancura, como quien luce la bandera de su equipo favorito después de ganar un campeonato. Para muchos, era una pena que la fiesta se acabara.


Las casas de fotografía no daban abasto con el revelado de películas y las máquinas para imprimir tomas digitales tenían colas de varias personas aguardando el momento de volcar la magia de la víspera sobre el papel. Hasta casi el mediodía no hubo un sólo rollo fotográfico en las estanterías de los comercios: todas las existencias se agotaron hasta que hacia el fin de la mañana comenzó la reposición.

Pero para entonces ya era tarde. Aunque en la tardecita aún podía verse manchones aislados de albor sin derretirse, la mayor parte de la nieve se había diluido en delgados hilos de agua que se entrecruzaban en curiosa trama de final incierto. Se escurría en ellos la emoción hecha lágrimas de casi veinticuatro horas de alegría, de fantasía e ilusión.

Aunque quizás debamos esperar otros ochenta y nueve años para volver a ser niños por un rato y construir un muñeco junto al vecino o al desconocido que pasa por ahí; para tirarnos con bombas inofensivas y darnos cuenta del mucho bien que nos hace divertirnos sanamente con algo que nos viene del cielo, la llama de un leño encendido vuelve más intimista el invierno. Impregna la vida con ese olorcito a leña que tan bien se lleva con el del pan casero, caliente y recién cocinado; con el murmullo de un dulce burbujeante cociéndose sobre el fuego lento; con la carta a un amigo o a un tío que hace tanto debíamos responder; con una pava sobre la leña para apurar un mate bien cebado. Y un poco de papel y una lapicera, lo necesario para garabatear unos párrafos que hablen del invierno en una noche fría, con redondez de luna, y un ovillo de gato junto a la reja, atento tras la ventana.