Poligrafías
Carita feliz


La expresión de Ana María denotaba que ese día era su cumpleaños.



Esta mañana el frío parecía no importarle demasiado a Ana María; todo lo contrario a lo habitual. Ana María es contadora y entre el teclado de su computadora, una calculadora, planillas, formularios y la infaltable canastita con caramelos, sobre su escritorio descansaba una generosa tableta de chocolate con almendras, esas de envoltorio violáceo. Y en su rostro no cabía por su tamaño una sonrisa más grande que el chocolate, que la acompañaba desde el mismo momento en que sonó el despertador, en la mañana temprana.


La cara feliz de Ana María contrastaba con la que seguramente tenía el cronista: no puede ocultar su malhumor cada vez que entra a un estudio contable o al consultorio de su odontóloga; son dos profesiones con las que nunca simpatizó porque siente que ésta le tironea de la dentadura, y la otra de los bolsillos.

Ana María tomó el chocolate entre sus manos y lo exhibió como un trofeo: "Mirá -se dirigió al cronista-: es el primer regalo que recibo hoy por mi cumpleaños". Por eso era su sonrisa, luminosa, amplia, profunda. Era la primera vez, en más de veinte años de conocerla -cuando ella tenía su estudio en la calle Cantilo, cercano a la plaza Belgrano-, que el cliente asistía circunstancialmente a la sonrisa cumpleañera de la profesional numérica.

- ¿Sabés? -agregó- el día de mi cumpleaños estoy todo el día sonriente. Me siento de una manera especial, feliz, durante todo el día.

Unos sienten cada cumpleaños como un hacerse viejo, en tanto otros dicen que es acumular experiencia. "Viejos son los trapos", dice el saber popular, en tanto un querido amigo respondía: "viejo no, un poco usado", cada oportunidad en que le hacían ver su edad.

Dicen que dijo George Bernard Shaw que sólo un loco celebra que cumple años, en tanto hay quienes sostienen que festejar sus cumpleaños tiene que ver con quererse, con celebrar el haber nacido, con brindar por estar vivo…

A Leonardo Da Vinci se le atribuye la teoría de que uno tiene los años que le quedan por vivir y no los que vivió, porque el tiempo transcurrido desde el nacimiento ya pasó, no lo tenemos más.

"Mis achaques no tienen que ver con la vejez, sino con que la juventud ya no viene como la de antes", reflexionaba un sesentón que conversaba con uno más joven que él. E inmediatamente vino a la memoria del escriba el recuerdo de su abuelo que, ya pasados sus 90 almanaques, decía que tal o cual persona era joven como él.

Somos de los que gustamos, como la contadora, cumplir años y, además, festejarlo. Un par de mates ensillados, bizcochitos de grasa si es posible, y todos los amigos y afectos que gusten juntarse. Suficiente para que la felicidad se adueñe de nosotros y se instale en nuestro rostro.

Seguramente nada de esto tiene que ver con la carita feliz y amarilla que desde 1963 trascendió al mundo entero luego de que una compañía de seguros se la encargara al diseñador gráfico Harvey Ball. En esa oportunidad, Ball dedicó no más de diez minutos a la creación del rostro sonriente, por el la cual cobró 45 dólares. Dicen que nunca registró su propiedad intelectual y que por eso no es hoy uno de los hombres más ricos del mundo. Posiblemente la expresión de su rostro sea muy otra que la de su famosa creación.

A la protagonista de esta crónica debe importarle muy poco la historia de Ball y su carita. Y estamos seguros de que para ella, cumplir años no es nada desdeñable. A ella le gusta iniciar un nuevo año, independientemente de si le gusta también la cuestión de festejarlo o no. Ella, ese día de cada año, tiene una expresión especial; podríamos decir, poco originalmente, "cara de feliz cumpleaños". Y así anda Ana María, todo el día, con su carita feliz a cuestas, suponemos que esperando que transcurran 365 días para volver a sentir que la carita feliz se instaló, otra vez, en toda ella.