Poligrafías
Hombres de negocios


Casi nunca visten traje y no se los vé tanto durante los horarios laborales
sino en la última hora de atención de los comercios.


El tema estuvo rondando nuestros apuntes durante algunos años. Ya casi lo habíamos descartado porque lo creíamos desgastado en sí mismo, sin siquiera haberlo desarrollado. Cerca de un año atrás, como al pasar, se lo comentamos al Chino, uno de sus protagonistas, como una anécdota sobre una nota que ya nunca escribiríamos. Pero el otro día nos cruzamos nuevamente con él quien, a modo de saludo, deslizó un "¿Qué hacés, hombre de negocios?". Suficiente para impulsarnos a hojear la libreta de apuntes y devolverle su vigencia a esta vieja crónica.
Los hombres de hoy
Los hombres de negocios de este siglo XXI casi nunca visten traje; ni siquiera usan corbata sobre la camisa planchada. Los hombres de negocio no usan maletines ni agendas y si recurren a sus teléfonos celulares no es para hablar de trabajo sino de cuestiones domésticas. Aunque los hay atléticos, en su mayoría disimulan la prominencia abdominal debajo de una remera, a menudo estirada.

Los hombres de negocio de hoy no operan tanto durante los horarios laborales sino en la última hora de atención de los comercios y, preferentemente, los días sábado. No se los vé detrás de un escritorio, atentos a su computadora y sorbiendo café, sino haciendo cola en la carnicería, en la fiambrería o en el supermercado del barrio. Son aquellos que asumieron como propia la doméstica tarea de realizar las compras familiares, algo que muchos años atrás era casi privativo de las esposas. Antes de salir han hecho la lista de lo que necesitan comprar en un trozo de papel arrugado y ella será su salvadora, siempre cuando no se la olviden sobre la mesa del comedor.


Forman -sin proponérselo y sin saberlo- la cofradía de los hombres, vecinos de City Bell, que se ocupan de recorrer los negocios para llevar a cabo las compras del hogar; de "los mandados", como se decía antes. Salvo excepciones, se conocen de verse en los comercios del barrio, de cotejar precios, marcas, ofertas y promociones. De esperar su turno para ser atendidos, de cederse el paso, de mirarse con cara de "a vos también te engancharon". Así, de a poco, empezaron a saludarse y hasta a compartir sus historias mínimas, aún cuando ignoren cómo se llaman uno y otro.

Yo te conozco
El Chino es uno de los más representativos miembros de esta comunidad de hombres de negocios. Lo conocimos en tiempos en que el supermercado de 13 esquina 23 tenía dueño nativo. El barbado Ricardo era otro de los habitués en la dura faena mercantil, y el hecho de que a él lo conocíamos de otra circunstancia hacía que se diera una conversación si no profunda, por lo menos frecuente y amena. La cola en la fiambrería daba lugar al saludo cómplice y era punto de encuentro -mejor, de coincidencia- de los tres y algunos más, como aquél otro al que conocíamos como el "Cabezón" y se movilizaba en una Chevrolet cargada de andamios y fratachos.

Con el tiempo las cosas fueron cambiando. El supermercado cambió de dueños y ahora pertenece a un señor chino pero de verdad (no como nuestro amigo, quien de oriental tiene sólo el apodo y sus ojos un tanto rasgados) y la clientela, de alguna manera, también en parte rotó y se renovó.

A la cola
En otro supermercado, por ejemplo, es posible toparse con el gerente de una empresa que, con alguno de sus hijos de la mano y la corbata floja, recorre las góndolas llenando su chango con decenas de litros de leche, kilos de galletitas, litros de agua mineral y variedad de verduras y frutas como para alimentar por entero a los habitantes del country donde vive, a sabiendas de que no acabará de llenar la heladera cuando el resto de la familia habrá devorado lo comprado. Además, si de algo se olvidara, con seguridad no desandará el camino por la larga calle 11 para completar la compra.

En un rincón, otro de los habitués de camisa y zapatos lustrosos parece estar jugando a las cartas cuando en realidad, lo que semejan naipes abiertos en abanico en su mano son diferentes tarjetas de crédito y de débito: según el día de la semana es el descuento que ofrecen con tal o cual banco, con ésta o aquella tarjeta. Y ni hablar de los tickets, contra cuya presentación hoy hacen descuento en lácteos (que no incluye ni leche ni yogur ni manteca), mañana en gaseosas (que no incluye los gustos que uno compró), pasado mañana en vinos (excepto las bodegas que hay en existencia). Y nuestro personaje saca cuentas e interpola promociones procurando no perderse ningún descuento.

Con más humildad, frente al estante con galletitas y budines, un músico local con el torso desnudo y que no debe superar los 45 kilos se cuenta sus propias costillas y anuncia a otro de los hombres de negocios: "me lo comería todo, pero este fisiquito es fruto de mucho sacrificio". Y parte rumbo a las cajas para pagar una planta de lechuga, dos tomates y tres naranjas. Elige la "caja rápida" para quienes llevan menos de quince unidades y mientras espera vé cómo los que estaban a su lado, pero en la fila de una caja común, esperan mucho menos y se van antes.

¿Cuánto compro?
En la carnicería el tema es delicado. Miguel -un cliente avispado- le pide al carnicero dos kilos y medio de asado, "pero del que tenés guardado, no de éste que tenés acá". Y el carnicero, sin inmutarse, va a una heladera oculta a buscar lo solicitado en una aceptación tácita de que la mercadería exhibida no reúne condiciones de buena calidad. Es que de la terneza de la carne depende el éxito de todo el fin de semana. Tira, vacío, riñón, molleja, chorizo, morcilla, bondiola constituyen la esencia de un buen asado y el tipo de negocios le va pidiendo al carnicero las cantidades necesarias: "Dos kilos de asado... no, no... cortá más del medio... no tanto... Un pedazo de vacío, dos o tres riñones, tres mollejas... No, mejor cuatro o cinco, algunos chorizos, media rueda de morcilla... No, un poco más". Así de específicos son los señores. Y el carnicero, con paciencia y calculando con el masomenómetro, corta, pesa y embolsa.

Parecido es en la panadería. Después de hacer la rigurosa cola dominguera, el hombre pide dos kilos de pan no muy cocido "pero de ese no, que parece crudo". Con paciencia o indecisión selecciona las tres docenas de facturas y se da cuenta de que se olvidó del postre. Para no hacer cola en la heladería se para frente a la vitrina de las tartas y las tortas y, teléfono en mano, discurre con la esposa sobre cuál llevar y pide justo esa que eligió el otro cliente mientras él consultaba por teléfono a su esposa.

Todo cambia
No es fácil la vida para el hombre de negocios. Necesita escarbadientes y resulta imposible que la cajera china le entienda qué es lo que se le está pidiendo; pregunta en el mismo comercio dónde está la miel y le dan como respuesta un sobre de levadura en polvo. Y la lengua mandarín no se aprende de un día para el otro. Encima ahora, que se viene el ocaso de las bolsitas de polietileno, habrá que ir pensando en salir de casa con la vieja bolsa de red debajo del brazo; un verdadero retroceso en estos tiempos de comercio electrónico y reparto a domicilio, vulgarmente llamado delivery. Es que si transan con esos lineamientos del nuevo comercio doméstico, los hombres de negocios serán, irremediablemente, una especie en extinción.